jueves, 2 de junio de 2011

Morir, para vivir

Por Diana Paulozky


“Ya llego, ya llego, - le dice Jacques Brel a la muerte, en un diálogo    hecho canción-  pero, si nunca   he hecho otra cosa que llegar”.

       Mientras que la propia muerte es impensable, inimaginable, son ellos, los poetas, quienes  pueden abordar el tema  de un modo sencillo y hasta coloquial. Es lo que, inteligentemente y con una profunda sensibilidad,  hace  Alejandro  Amenábar,  en su   película “Mar adentro”.
      Una vez más, el cine, aparece como el arte privilegiado para   captar las contradicciones y paradojas  de nuestra época.
 Películas como “Las invasiones bárbaras” o la recién estrenada “Million Dollar, Baby”,  tienen como protagonistas a luchadores, que no aceptan ser objetos de un entorno estandardizado. Sujetos que no aceptan la espera pasiva,  que manifiestan su deseo de morir, como prolongación del deseo de vivir.
      Esta vez, A. Amenábar, poniendo el proyector en un hecho real, conmueve, a la vez que  cuestiona a la sociedad, en sus principios éticos.
 Como V. Humbert, el joven francés que queda tetrapléjico, mudo y ciego por un accidente, la historia de Ramón Sampedro conmocionó a España con su lucha por obtener su derecho a decidir su muerte.
      Es el caso del joven español,  marinero aventurero,  que en agosto de 1968,  a sus 20 años, se arroja al mar sin medir la profundidad, y queda cuadripléjico, postrado durante casi 30 años, condenado a mirar la vida por una ventana, viviendo sin querer vivir.  Este caso, no sólo  reabre el debate de la eutanasia, sino que muestra que el deseo de morir, es lo que le dio sentido a su vida.
 ¿Quién decide morir o vivir en agonía? ¿Vivir de cualquier modo? ¿Quién establece  los frágiles límites entre normal-anormal, moral- inmoral?
¿Cómo se legisla vivir o morir con dignidad? ¿La aceptación de una vida de imposibilidad, es un acto de valentía o de cobardía moral?

      Cuidar la muerte.

Cuando J.Baudillard,   dice  que para salvar la vida humana es preciso salvar la muerte, permite centrar el tema en su verdadera dimensión.
      La muerte no sólo limita la vida,  la bordea, la define, le da sentido,  la delimita, en una permanente tensión. La injerencia política sobre la vida y la muerte revela esta  tensión entre las posibilidades de  vida y la libertad de decidir.
Como lo señala Montaigne, las leyes no se cumplen porque sean justas, sino porque tienen el peso de la autoridad, lo que se llama, fuerza de ley.
 De hecho, las leyes son para todos, pero deberían  soportar la crítica de sus resortes y prestarse al cuestionamiento de los avances de la bioética y el permanente ajuste a los cambios sociales. La mayoría de las veces, las leyes responden a intereses económicos y políticos de las fuerzas dominantes de la sociedad y se deja de lado el fundamento ético que las  sostienen.
Así, por ejemplo, desde qué ley se le responde al filósofo y pensador Jacques Derridá, cuando nos cuestiona en sus análisis sobre la crueldad. ¿Dónde comienza o termina el acto cruel. ¿Y si hubiera crueldad en no otorgar el derecho a la muerte? ¿Y si pudiera ser un acto de amor, el responder a un deseo, incluso el de morir?

Un deseo decidido.

A toda la opacidad que el tema de la muerte refiere, el director, A. Amenábar, que sí dimensiona la profundidad de las aguas en que se sumerge, la enfoca del lado luminoso, del lado de la vida, mostrando lo central del personaje: era  un hombre de deseo.
 En su libro“Cartas desde el infierno”, Ramón Sampedro nos entrega los fundamentos  en que basa su deseo de morir.
 “¡Por qué se escandalizan-exclama- si todos vamos a morir!”
 Y cuál es el escándalo,  sino que ese trotamundos impedido,   dueño de una personalidad tan fuerte como cautivadora, era un luchador de sensibilidad exquisita que  no se conformó con vivir de  música y palabras.
 El escándalo radica en que  ese apasionado, se atreve a renegar de su vida,   perturbando  el imaginario  social.
 Su permanente  reclamo, de  que se escuche su deseo particular, quiebra el sentido religioso y  conmueve los cimientos de una  ideología homogeneizante.
Su planteo no admite ningún extravío psicologista sobre la pulsión de muerte, ni cabe en ningún libro de autoayuda en la era “new age”.
¿Qué nueva locura, cuyo remedio no aparece en ningún Vademécum, trae el pedido de alguien, de ser escuchado en su particularidad?
¿Qué lugar se le da a la subjetividad del  deseo, en nuestra sociedad actual?
Al menos la creación artística inventa diferentes formas para captarlo. En este caso, A Amenábar ha interpretado el deseo de alguien que, paradójicamente,  vivía a través de sostener  su deseo de morir.

 El cine captó no sólo su poesía ( las escenas de vuelo rasante son de una estética increíble), también  le dio lugar a su entorno, a las coordenadas  sociales que causaron el acto final.
Cada espectador puede sentirse identificado con las distintas posiciones. Tienen lugar tanto los que se suman a su causa, como los que la niegan;  los que lo toman como objeto de amor, entendiendo el amor como una posesión, convirtiéndolo en una razón de vida, como los que establecen un lazo de profundo entendimiento.
El discurso de un cura, que en igualdad de condiciones, lucha de otro modo, con un planteo superficial y generalizado sobre el deber ser, deja en claro que el sentido del universal,  que no se ajusta a la particularidad, va unida a la falta de respeto, cuando no al cinismo.
En su  acto final, R.  Sampedro sí tiene en cuenta al otro.
 Cuida que no haya culpables y filma su propia muerte, bebiendo cianuro.
 El efecto no se hizo esperar. Más de dos mil personas que  se adjudicaron la colaboración  en su muerte, imposibilitaron la investigación.
 La presión social tuvo su peso.
Con  su acto final, el protagonista  hace  una inversión de lugares.
 Nos coloca a todos en pasivos espectadores de su decisión. Somos nosotros quienes miramos por su ventana.

El debate queda abierto.
 Un debate que, sobre las bases de la eutanasia, se centra en la libertad de decidir.
 Es un debate sobre el lugar de la particularidad, en este mundo globalizante.
Ramón Sampedro sabía que el deseo, indestructible, trasciende la propia muerte.
 No sólo es  un debate que recae sobre el sentido de la vida. Es principalmente  un debate sobre  el deseo de cada uno y el respeto por sostener esa  singularidad.
Su decisión nos confronta a un planteo ético, que en este caso está  enmarcado en la estética de su poesía.
Su deseo de morir hizo que su vida tenga ese sentido, el suyo.

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